añadió, mientras se sentaba y empezaba a sorbos su taza, invitándonos a lo mismo:
— Hace tres años, juré no volver a tocar la empuñadura de un arma.
Y quedó sombrío, delatando algún doloroso recuerdo. Respetándolo nosotros, nos sentamos también, sin pensar en más explicaciones. Pero la gentil María, esposa de Mora, en cuya casa estábamos, y otras dos señoritas que nos acompañaban, una de las cuales, discípula de Sanz, había pensado en el honor de un asalto con el francés (cosa que venía a constituir quizás el caprichoso y principal atractivo de la reunión), le seguían mirando curiosamente.
— ¡Nada! — exclamó al fin Demarsay —. Como usted, Luciana (la discípula), yo empecé la esgrima por receta de un médico. Usted, según me ha dicho, contra una neuralgia; yo, contra un reuma. ¡Ojalá que en mí hubiera podido continuar siendo un sport saludable, como lo será en usted toda la vida...! Pero los hombres — añadió envolviéndonos en una sonrisa de irónica piedad — somos un poco más crueles que las mujeres.
— Permita que me sorprenda en un hombre tal confesión — dijo María, clavando los ojos en Demarsay, del mismo negro acero que su pelo.
— ¡Necesita demostrarse! — añadió no sé quién de nosotros.