vengar, sino antes al revés, habiendo tenido una complacencia en conocerle, le proponía un jovial almuerzo con unas cuantas botellas de champagne. Almorzamos juntos, tiramos y procuré dejarme alcanzar algunas veces, por calmar la vanidad de aquel hombre. Sólo que una de ellas, cuando yo creía estar ganando su simpatía, al oirme decir sonriendo: ¡Touché!, arrojó su espada y nos abandonó airadamente. Por la tardes los padrinos. Afirmaban esta vez que le había ofendido con mi condescendencia, tratándole como a un niño; lo que no estaba dispuesto a tolerar, porque aspiraba a ser tratado en todo momento como hombre; que no aceptaba explicación ninguna, y que conceptuaba preciso que nos midiéramos con armas desnudas, a fin de que sus descuidos o mis galanterías, en caso que yo me atreviera así a brindárselas, no resultaran una ridícula e inocente burla.
— ¡Qué tesón!— exclamó María.
Pablo, en su punto de tirador, advirtiendo que todos los que oíamos a Demarsay hallábamos importuna la conducta de su adversario, se creyó en el caso de encontrarla explicable.
— Al verdadero duelista — manifestó — velador constante de su prestigio, no le es agradable, aunque involuntaria, una humillación de esa índole. En esto se parece a la mujer