y me encontró una noche en el Tívoli: me dió un bofetón y le tiré por la barandilla del palco; él, al hospital desde el teatro, con una pierna rota; yo a la comisaría, donde tuve que pagar dos sombreros y un abanico que estropeó al caer mi hombre... Pierna curada a los dos meses, y ¡lo de siempre, señores! ¡el duelo...! ¡Bah! Era preciso acabar, y acepté como quiso, permitiéndose todo, a muerte. Aseguro que cuando contemplé mi espada ante aquel infeliz que se defendía con torpeza, me pareció un instrumento infame con el cual, y con habilidades de tahur, podía yo impunemente arrancar una existencia. Pude matarle, y le desarmé varias veces. Esto aumentó su coraje, y mi desprecio a mí mismo, y a él, y a cuantos presenciaban el repugnante espectáculo como una fiesta. Al fin, para acabar, le herí en la mano. No cedió, sino que se lanzó sobre mí con más furia. Entonces le atravesé el brazo, y la espada cayó de su mano inerte... Antes que aquel insensato pudiera curarse y provocarme de nuevo — concluyó Demarsay dirigiéndose a mí — pedí mi traslado, y renegando de la esgrima que en mala hora había aprendido, me embarqué para Sangay, y luego para las Filipinas, donde tuve el gusto de conocer a usted.
— Pero ¿el juramento?... — interrogó Luciana.