tu disgusto subrayándose por el buen humor de los demás, y mi pena disfrazándose de ironía en conversación a raudales, en amabilidad con tus amigas, en algún calculado elogio a unos ojos negros... Te levantabas, no podías más... hubieras arrojado a todo el mundo de la casa. Nadie, sino yo, en la animación de la tertulia, advertía tu ausencia, y nadie sino yo, sonriendo de placer infinito, escuchaba sobre el escándalo de la charla aquellas notas leves y nerviosas que hacían llorar de rabia a tu piano con pedal bajo...
Notas de cristal, que iban rompiéndose en el aire. La ingrata... Notas de Weber, después... aquellas que desesperaban a Margarita Gauthier, la escala explosiva, con todo el enojo de tu espíritu...
Yo sonreía. El pobre muchacho a quien dispensaba la honra de no escucharle, pagaba mi sonrisa inefable con otra sonrisa idiota. Pero me hablaba, me hablaba... y tú tocabas siempre, insultándome, mordiéndome con tus alegros y tus escalas; derramando amarguras sobre mi corazón con aquellas notas sublimes del andante que reservabas para el supremo esfuerzo de tu coquetería mimosa y traicionera... Iba a ti, al salón obscuro y solitario, y te abrazaba la cintura por detrás de la banqueta del piano, estampando un beso en tu boca. Tú te levantabas sorprendida, huyendo de mí con