ellas se la fueron tan a escape enamorando? —, cosas que a ella le chocaban, por lo extrañas y lo exactas... más, quizás, que las que le hacía escuchar este León Rivalta, todo lo elegante que quiera, pero fracasado pretendiente... A los ojos, por ejemplo. Lo de los ojos de color de uva la hizo gracia, como una novedad. Además, había añadido él una vez, mirándola, muerto por aquellos ojos, empeñado en «definirlos», cual si obedeciese a un mortal empeño del corazón por «definir y conocer» algo muy suyo: — «Los ojos de usted parecen esos ojos grandes, glaucos, ingenuos, muy abiertos, todo niñas que no ven, todo empañados de una esmeralda cuajada y lechosa, de las ciegas con grandes ojos verdosos y claros y abiertos que piden limosna por las calles».
— «¿Ojos de ciega? ¡Por Dios!» — había protestado ella, en su eterna tendencia a la burla; y entonces él la sujetó, trémulo de emoción: — «Divinos ojos de ciega en dos perlas que llevan dentro la esperanza..., la esperanza de quien los sabe mirar, y ciegos para ver mejor su propia esperanza en el alma que los mira; esa divina ceguedad no lo tienen más que las ciegas como usted; y alma en la sangre... ¡tampoco la tienen todos!»
La flor le pareció a Ladi fuertemente original. Y se lo confesó, agradada y sonriendo. Había querido decirle Ricardo, en suma, que los ojos de ella eran bonitos...; y he aquí «que — recordaba él la respuesta —, por decírselo sencillamente