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Página:Cuentos ingenuos.djvu/208

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68 — Felipe Trigo

toleradas provincianas. El, Ricardo, había sido arrastrado, en la estación violentísima, del lado de los «aristócratas»; pero aturdido, sin saber en realidad si agradecérselo a Ladi, o más bien al general, que, al saberle periodista (y luego de confidenciarle declaraciones políticas, que fueron transmitidas al periódico) quiso conservarle cerca como un rabo... ¡Sí, le dolía la duda! Por lo pronto, él no entraba jamás en la villa de su novia, donde solían pasarse las noches ambas familias en íntima velada, y por la playa, por los paseos campestres, acompañaba delante a las jóvenes en calidad de «hombre que hacía crónicas y versos», sin que ya los ingenuos ojos verdes de la divina ciega fuesen sólo para él.

¡Ah, cómo sufría por las noches, en soledades como las de ésta también, en su triste encierro de la fonda, mientras allá lejos en la villa, cuyas luces veía por la ventana, cantaban y tocaban el piano. Una, tres antes, por puro rencor amoroso hacia «su Ladi», envió para El Liberal una crónica que ponía en altísima alabanza a la más linda hija de Martí... aunque sin nombrarla — algo parecido a aquella de Lorenza, pues claro es que no podía Ricardo convertir El Liberal en su secretario galante.

— ¿Sabes? — le repetía la novia en los raros momentos que se hablaban solos —. Mis padres, enterados de nuestras relaciones, no quieren.