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Página:Cuentos ingenuos.djvu/256

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116 — Felipe Trigo

después del sacrificio!... ¿Acaso su proceder no había sido el de una gran voluntad enamorada?... Al despedirle aquella noche, le había dicho, rechazándole a él con dulzura la intención de reincidencia: — «No, Ricardo; no volverás a entrar. He querido únicamente probarte que te quiero, y ya está. Hablaremos por la reja..., pero no vengas mañana, porque estoy fatigadísima. Yo te escribiré.» — Y sin duda, la culpa del encierro, del nuevo y más grande enfado de los padres, la tuvo él; la vió por la tarde en la Castellana, cruzándose un par de veces, con el landó en esta misma berlina que entre vidrios y cortinas le ocultaba por suerte el gabancete; pero loco, con imprudencia insigne de dichoso, con insensatez que parecíale ahora incomprensible, ¡cuánto le pesaba!...; la envió a la mañana siguiente unos renglones de salutación — incapaz de pasarse veinticuatro horas después de aquello sin que supiese ella cuánto más la idolatraba. Claro que no aludía al... asalto venturoso y sí solo, sin embargo — se acordaba, ¡qué mentecatez! —, a los besos y la reja... «tu imagen está viva en mis ojos, impresa a fuego de tus labios y llena de luz de luceros...» Enviada tal esquela con un continental, debió de cogerla el padre..., y no volvió Ricardo a ver ni a saber más de su Ladi, desde entonces.

¿Fué por esto? ¿Fué si no que Ladi, sufriendo tal vez rápidamente en su temperamento de