Y Ricardo, cambiando de color, arrojando El Imparcial que le había arrebatado a Rodríguez para leer el suelto por sí mismo, profirió en un rapto de malévola amargura, de venganza fría e inútil que no pudo reprimir:
— ¡Mi novia!... ¡Más que mi novia... Me acosté con ella... una noche... ¡Se la entrego!
Asombro.
Le preguntaron y relató punto por punto la historia de su noche. Luego, repuesto de la punzada de dolor hacia la calma, hacia la resignación, hacia el desprecio que había logrado imbuirse en el pecho para Ladi... se levantó, sonrió, encendió un pitillo, se alzó el cuello del gabán y se fué con dirección al Español, donde tenía en ensayo otra comedia.
— ¡Eso es mentira! — comentó en seguida uno de los cómicos.
— ¡Eso es mentira! — reforzó el otro —. ¡Pues, digo, que así y que deja una muchacha a un hombre a quien le entrega su honra!... Y de más sabemos que le dejó ella... porque sí, por capricho. ¿Os acordáis? A todos nos enseñó la carta, él — una carta bien sosa y natural por cierto... «he comprendido que no te tengo el afecto necesario para formalizar las relaciones como mi padre desea...»— ¿Eh? ¡Más claro, la luz! ¡Pobre Ricardo! ¡Creímos que se iría a tirar por el viaducto aquella tarde!...
Rodríguez intervino: