frontera con la azotea de la fonda, que en la pintoresca fachada principal ostentaba el rótulo de Hotel de las Colonias.
De silla y de mesa a un tiempo, en que instalaba sus papeles y sus pinturas, servíale al niño uno de los sofás de ladrillo que a lo largo de los desvanes se embutían entre puerta y puerta. Iba iluminando el mapa. De improviso derramó el vaso del agua, sobrecogido por un tremendo campanazo que le sonó encima. Daba las seis el reloj del Carmen. El dibujo se le había mojado... Tras de contemplarlo lastimosamente, decidió tenderlo al sol, en el suelo, sobre un periódico... Esperaría: tomó carrera y se prendió y subió de ríñones al trapecio, quedando sentado tranquilamente, en balanceo suave, caída la cabeza contra el cordel, en tanto contemplaba allá arriba las campanas que le asustaban siempre.
Eran los tejados de la parroquia — un pueblo singular y desierto como un cementerio de bárbaros panteones — la única decoración que le abstraía allí, donde el horizonte se estrechaba en cercanos muros por todas partes. Siguiendo el pretil que daba al patio, y perpendicular a la azotea, una estrecha explanada corría sobre la parte del edificio destinada a vivienda del párroco. En una rampa de cal se abrían tres escalerillas irregulares salvando el desnivel de los cruceros; y a partir de ellos, y de una linterna cuyas ventanas de visillo verde resaltaban sobre las pizarras de la