parásitas, todo lo cual, en sus huecos de verdosa luz, bajo las bóvedas de follaje, a que se descolgaban gritando algunos simios o que cruzaban con pausado vuelo de una a otra rama algunas aves de pechuga azul, me parecía el pórtico de colosales palacios encantados; esa tarde, digo, en que doliente desde mi hamaca miraba a ratos el lejano mar, siguiendo en su gris superficie inmóvil la estela del sol, que como una senda de luz condujo a mi fantasía más allá del horizonte, más allá, mucho más allá, a aquella España hacia que viajaba entonces el astro de oro... yo comprendí de improviso mi nostalgia. Unas notas fugitivas, un perfume de néctar, una silueta entre brumas de no sé qué distancia ni qué espacios. ¡Ella! ¡Mi visión de la mujer!
Ella... era quien faltaba en nuestro paraíso. La mujer, el amor, el adorno supremo de la Naturaleza, para cuyo esplendor están hechas las grandezas de todos los escenarios.
¡Con cuánta pena seguí en mis eternos días contemplando aquellos paisajes de belleza inútil!
El fastidio mortal dijérase que nos inspiraba en el desdén de unos a otros un odio inconsciente de camarada a camarada; el cansancio del vivir ante la inutilidad de la existencia sin ilusiones. ¿A qué, ni para recibir él