notar el brusco ademán, se detuvo azorada, vacilando sin marcharse...
— Entra, entra, muchacha. ¿No están? ¿Qué quieres?
— Los guantes de la señorita. Sí, están ya arregladas.
Veíanse encima de un mueble los guantes.
Mientras fué Gloria a cogerlos, Josefina se dobló hacia Rodrigo aún y le dio un maternal beso en la frente.
— Es graciso eso, chiquillo. Pero, en fin, en el coche seguirás contándolo... ¡Nos vamos!
Se puso en pie y salió inmediatamente que Gloria, llevándose la manteleta al brazo.
Y como Rodrigo no había contado nada, continuó un momento desplomado en el sofá, sofocado de calor y con los ojos muy abiertos, cuan si quisiera, en un agudo empeño de su vida, penetrar aquel inmenso misterio que hubiese, fugaz, aleteado alrededor suyo.