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XV


El caballo blanco salió a la pista, y mientras que lo paseaba un sirviente hacía muecas un payaso, que se puso en seguida a enamorar a la bailarina que debía montarlo. Salvo que la artista, rubia también, era una gentil alemana, que gustaba a los jóvenes de las sillas, este número aburrió evidentemente con sus saltos y sus aros de papel que la bella écuyère iba rompiendo.

Pero de pronto el circo quedó a oscuras, porque en el escenario, donde el telón se había levantado, debía bailan serpentinas la hermosa Armida Barton, una de las principales atracciones de la fiesta. Sonó la orquesta en las tinieblas, viéronse en la escena relámpagos de luz Drumont y en dos haces de claridad, enfocada desde los bastidores, apareció, como incendiada en fuegos metálicos, una especie de gran mariposa. El público rompió en largo aplauso frenético, y después se hizo nuevamente el silencio, donde brotaba, como un conjuro, el hilo de aquella música lejana.

Rodrigo hallaba fantástico el cuadro. No se