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Reveladoras — 187

donde se recogía la claridad nacarina de una colosal madreperla.

Y permanecía así, inmóvil, enseñándose, con su rosetón de pedrería en la diadema de la frente; desnudo, completamente desnudo el cuerpo incomparable.

Es decir, completamente desnudo para Rodrigo y Petra, que no conocían las mallas de matiz de carne con que cubría las suyas Armida. Para Rodrigo, sobre todo, que ya, aturdido y avergonzado, no volvió a palmetear cuando, al cubrirse la mujer, renació el escándalo que exigía mirarla nuevamente. Había que complacer. Era la condición del éxito..., y otra vez después, y otra, y otra, y resonaban besos, y aquello no tenía término..., y hasta la sonrisa y los brazos se le cansaban de extender el manto, en una fatiga humilde para satisfacer la rabia sensual de tantos ojos.

Pero estábase acordando de la novia desnuda que, según Gloria, se mostraba al novio y sus amigos. No le pareció ya tan inverosímil, puesto que esta mujer se mostraba aquí, delante de la gente; Rodrigo, por su parte, acordándose del pecho de Gloria y de los labios de Josefina, cuya respiración en la oscuridad estaba sintiendo, se preguntaba a qué venía esto..., por qué motivo querían verle el cuerpo a una mujer... Y la respuesta bullía en su sangre, en su corazón, en su cabeza ardorosa, como el principio, aún vago e indeterminado, de un contagio de la sensualidad feroz que