convidamos unos a otros a anís en tiempos de exámenes, y escribí en el mejor papel que pude:
"Señorita: Hace mucho tiempo que mi corazón, impulsado por los resortes misteriosos del amor, se agita extraordinariamente en el océano de las incertidumbres. Sí, desde que vi la divina luz de sus ojos perdí el sosiego; y si le interesa a usted la felicidad de un pobre desesperado de la vida, désela usted con un anhelado sí de bienandanza a quien por usted se muere a la vez que se ofrece su más rendido servidor, q. s. p. b..."
Diez minutos después, sombrero en mano y con toda la finura posible, estaba delante de Soledad:
— Señorita, ¿será usted tan amable que quiera aceptar esta carta?
— ¡Pronto, que nos va a ver mi criada! —dijo— arrebatándola y guardándosela arrugada en el peto de la blusa.
Uno de mis amigos, que vigilaban la escena escondidos en los rosales, gritó en este, momento:
— ¡Cú, cú!
Así lo hubiera partido un rayo.
— Y diga usted, señorita, ¿cuándo me entregará usted la ansiada contestación?
— Mañana.
— ¿Aquí?