los terciopelos y joyas de la madre. Sin trampa ni cartón las sedas y brillantes de la hija. Y guapas ambas, hasta el punto de igualdad, sobre sus naturales diferencias de juvenil esbeltez y de matronesca frescura, que el juez, a no ser por sus miras de instalarse, de casarse, habría dudado mucho entre las dos.
De la mamá, viuda viajera impenitente a playas, a Madrid, a sus asuntos de arriendos y de minas, unas veces sola y las menos por la niña acompañada, contábanse historietas tan vagas como múltiples; pero en rigor, nadie podía señalarle un amante, un preferido, en esta minúscula ciudad timorata y pagada de conveniencias. ¿Era realmente una lista aventurera que sabía y podía «guardar las formas» (¡oh!, subrayaba aquí el inverso equivoco Teodoro), o sólo tal vez una «cosmopolita» cuya despreocupación de ademanes y de charla la vendían como informal?... En todo caso, sus buenos miles de duros le afianzaban el respeto de las gentes y el segundo puesto de la estimación general... porque el primero por su honradez y sus millones correspondíale de derecho a Margot y a la familia de Margot. ¡Bah!, sí, ¡esto, indiscutible! Margot, ligeramente menos linda que Emeria, era imponderablemente más honesta, más pura y angélica de corazón y de alma; y su padre, senador y máximo cacique.
— ¿A que no saben ustedes el último golpe de Emeria?