Jaime, que iba en su faetón con Athenógenes, apartó la jaca a la derecha.
— ¡Adiós!
— ¡¡Adiós!!
— Arsa... ¡qué rayo!
Segundo y el juez se quedaron entre la nube de polvo y gasolina. No conocieron a los acompañantes de Marcial, por las caretas.
— Irán a Badajoz.
— O a la feria de Alburquerque.
Caminaba despacio el faetón. El objeto de Segundo esta tarde cifrábase en confidenciar con Athenógenes. El, último novio de Emeria, que le dejó sin motivo, «la seguía adorando como un asno», según propia confesión. Sabía, lo mismo que los otros íntimos del juez, las vacilaciones de éste con respecto a Emeria y a Margot; y sin confesarlo, reconocía que los ojos de la ingrata, durante toda la novena, habían sido sobrado cariciosos para el temible rival.
— Bien — reanudó sus confidencias, apenas ocultando el egoísmo de pasión que le guiaba —, pues yo te afirmo, Athe, que exageran ésos en lo de la impasibilidad y las dificultades de Margot. Frecuento su casa, como sabes, y sé que le gusta hablar de ti. Su padre también te tiene en mucho; no sólo porque con el tuyo es compañero de Senado, sino porque le haces falta como juez, y porque admira tu elocuencia desde la discusión del Casino. ¿Qué? ¡Que es rica la muchacha!... ¿Acaso,