hasta ya casi alcanzado por la cascabelería de la jaca, y al volverse los jóvenes vieron la victoria tronco miel en que venía Margot con su madre. Emparejáronse un momento, y al saludo y a la atención clavada de Athenógenes correspondió Margot con una larga sonrisa. Eran muy veloces los caballos miel, y se adelantó la victoria; mas no sin que una sombrilla cielo se alzase un poco y sin que unos ojos cándidos y grandes volviesen a mirar.
— Vaya, ¿lo ves? ¿Te convences? — dijo contento Segundo.
Y contento, loco al fin el juez, de alegría, porque ciertas sonrisas de bocas qué no suelen sonreír son una entrega, se limitó a responderle:
— ¡Arrea! ¡Síguela, Segundo!
La jaca trotó y galopó no lejos de los caballos miel toda la tarde. Unas veces los seguía, otras los pasaba; y cruzábanse miradas y palabras y cumplidos un instante entre la victoria y el faetón. Si el haber sido vistos al regreso el bello juez y Margot, en juego tal, por todos los demás coches, no hubiese sobrado para extender en los días siguientes la nueva de que ambos se gustaban, habría sido bastante Segundo Jaime, que se encargó de irlo diciendo, y a «su ingrata» la primera.
Las amigas dábanle norabuenas a Margot. El bello juez, el Ángel caído, según le nombraban todas dulcemente (porque además de parecer un ángel rubio, sabíase que en León, por hablar con