— ¡Hijo, Teodoro, hijo..., que desbarras! — recogió piadosa y lentamente don Pascual, resumiendo el pensar de la reunión —. El honor, para los hombres, podrá estar en donde esté. Para las mujeres, si tú no dispones otra cosa, y mientras ellas, como Dios manda, no se casen, tiene que seguir estando en la virginidad, que prueba materialmente su pureza. Eso será todo lo sensible que tú quieras, Teodorito; pero es así. Y, siendo así, ¡calcula!
— Pero ninguna mujer — se resolvió Teodoro todavía, en un rayo de vislumbre —, ¿qué culpa tiene de que lleguen y la aten y la...?
— Oye — le cortó don Pascual, dándole una palmada en el muslo —, ¿tienes tú un reloj?
— Sí, señor.
— Suponte que lo tiras porque quieres. ¿Qué te pasa?
— ¡Que me quedo sin reloj!
— Suponte que sales de aquí y te lo quitan los ladrones. ¿Qué sucede?
— Que me quedo sin él lo mismo, si no puedo darles dos patadas.
— Pues ¡eso, eso! — recogió don Pascual triunfante —. ¡Eso pasa a la mujer! ¿Tiene su honor y lo tira?... ¡Lo perdió! ¿Tiene su honor y se lo roban? ¡Sin él queda!... Desgracia es que se lo quiten, mas no menos lo ha perdido y no lo tiene. Y con la diferencia, hijo, de que no puede recobrarse ni a patadas ni ahorcando a los ladrones,