ocasión del rapto que le arrancó la vida: carga para él, de todo cansado y hasta de sí propio. Tú sabes cómo me quería. Con desesperaciones que me daban miedo, con exaltaciones insensatas. Cuando ayer tomamos el tren, estaba alegre, expansivo, contento de vivir, como pocas veces. Nadie debía acompañarnos, él y yo solos, en un reservado. Habló mucho todo el día, y a poder haberse escrito cuanto me dijo, sería sin duda lo más hermoso de todo lo que jamás pasara por su imaginación. El era feliz, y yo, ¿a qué negártelo?, contagiada de aquella eterna sonrisa de ventura que jugaba en sus labios, también lo era. ¡También feliz, muy feliz...!
Al anochecer, después que comimos en el restaurant de la estación más alta de la cordillera, paseamos un rato. El paisaje solitario e inmenso nos parecía hecho para el éxtasis de nuestra dicha.
Todo nos movía a la ternura. Y como si la máquina que nos había arrastrado a tantos deleites pudiera entender nuestra gratitud, la miramos juntos, con su negra mole finamente fileteada de reflejos de luna, encendidas ya en sus topes las farolas blanca y roja. Estábamos delante de ella, escondidos del andén por los chorros de vapor de sus grifos, cuyas nubes nos rodearon como un apoteosis de amor, cuando la campana anunció la marcha. No sé