— Bien — repuse asombrado—; pero es que mi objeto...
— No se moleste en explicármelo — interrumpió tranquilo y galante mi adversario—. Se lo acabo de escuchar al médico de usted, hablando confidencialmente de nuestro duelo, que todo el mundo achaca a genialidad mía. Usted iba a escuchar a Amalia. No canta mal, efectivamente, y merece la pena. Mas como las apariencias han hecho que yo pague una deferencia de usted a un mérito de mi mujer con una estocada, al saberlo me creo en el caso de reparación. Lo menos que debo hacer, si usted se digna perdonarme, es presentarle a mi mujer para que pueda usted oirla cantar, cómodamente sentado, y para que pueda ella darle las gracias por las veces que fué a oiría aguantando el frío y las molestias de la calle.
Tendí la mano a mi interlocutor, pero renuncié delicadamente a su proyecto. Insistió. Era, pues, absolutamente necesario.
Y fui presentado.
Amalia Rosi, italiana de origen, morena, menudita. Deliciosas veladas. Cuando la volví a oir cantar "el secreto para ser felices lo enseño a mis amigos", me daba cuenta de que yo... era ya su amigo!; y recordando mi brazo en cabestrillo, en pago a deudas de honor que yo no contraje, y al verla, efectivamente, tan linda y tan joven como su marido me había