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70 — Felipe Trigo

adivina que va a hablarla su antiguo enigma odioso de otro tiempo.

— Vaya, prima, seamos francos: usted me odia con todo su corazón.

— ¿Yo?... ¡Qué escucho!

— Sí. Usted me detesta, me aborrece.

— Se engaña usted, querido primo.

— Principalmente desde que el azar nos ha ligado en parentesco, su odio a mí se ha vuelto intolerable, prima, así obligada a verme y soportarme.

— ¡Por Dios!

— Mi presencia y mi conversación la irritan, y quisiera usted, sin duda, poder causarme algún daño, en forma tal, que nadie sino yo supiese que usted me lo causaba... puesto que su odio es íntimo y absurdo y secreto entre los dos, de alma a alma.

— ¡Mi odio!... Acaso es usted un poco fatuo.

— Tal vez.

— Desde que se casó habremos hablado seis veces, entre gentes, como extraños; y antes ni le conocía siquiera. A lo sumo pudiera haber de mí hacia usted simpatía o... antipatía: eso que instintivamente nos inspira toda nueva relación. Pero ¿odio?, ¿por qué? ¿No piensa usted que el odio es un honor que no puede concedérsele a cualquiera?

— Razón por la cual, de usted, yo tenía el orgullo de ser el hombre más odiado del mundo.