en el tranvía, con más gente, con menos gente, y que siempre yo... leía el Heraldo?
— ¿Y no recuerda usted, odiado primo, que en el tranvía y en la calle, dondequiera que nos volvimos a encontrar, yo cuidaba hacerle advertir la primera mi desprecio?
— Su odio.
— ¡Sea! ¡Mi odio!
— Un odio de mujer. Amor inverso.
— ¿Cree usted?...
— Tanto, que le temía a esta inevitable explicación, como a una declaración... amorosa.
— ¡¡Señor mío!!
— ¡Qué!
— Que yo no puedo consentir... ¡Schist! ¡mi marido!
Entra el marido, me saluda.
Sale el marido a dejar el abrigo y el bastón.
Hay un silencio.
¿Decía usted?... Siga, siga.
— Decía que usted verá si para dejar de odiarme le conviene amarme..., no hay otra manera. Por mi parte, siento muchas veces la intención de darla un beso.
— ¡Oh, pero usted se me rinde, infeliz! ¿No ha previsto que desvanece mi odio, suponiendo que lo tuve, al confesarme su mañoso interés en sus lecturas del Heraldo? Usted, la intención de darme un beso; yo, la voluntad