adora por mí mismo, no por la vanidad de mi nombre, ni siquiera por la gratitud de mi amor. En una palabra: necesito que me sacrifique cuanto es y cuanto vale: su tranquilidad, su orgullo, su porvenir y su honra.
— Estás chiflado.
Chiflado o no, eso la he dicho: que quiero todos esos sacrificios, que si yo soy su dios, como ella repite a cada instante, su dios le pide el honor y la vida para hacer de ellos lo que guste: probablemente devolverlos; pero ¡quién sabe si entregarlos hechos jirones a la publicidad para ver si la adoración resiste a todo, hasta al martirio y la deshonra!
— Pero ¿hablas formal? — no pude menos de preguntarle a mi amigo.
— Tan formal, que hace cuatro días que no la veo. La he jurado que la amaré siempre, aunque probablemente nunca nos casaremos.
— ¿Y ella?
— Lucha, la infeliz. Mira, al fin esta tarde me llama. Sí, sí, empiezo a creer que me idolatra; que podremos casarnos...; después.
Al cabo de medio año, he vuelto ayer a tropezarme con César. Estaba en un café y leía completamente absorto una carta de renglones cruzados.