en cada boca de mujer hermosa! ¡Nunca! Es decir, que se moriría habiendo deseado besar tantas mujeres... ¡Qué pena!
Paró el tranvía. La dama pasó delante del joven, inclinándose llena de gracia; sus ojos largos, de pupilas amarillas de oro, volvieron a meterle en el corazón languideces de muerte. Descendió y atravesó, rápida y garbosa, la Puerta del Sol, sorteando coches, hasta la acera de enfrente. Allí su marcha fué un triunfo: los hombres se paraban, las mujeres volvían la cabeza. Alfredo iba detrás, a distancia.
Imposible figura más gallarda. Vista de espaldas a las luces eléctricas de las farolas y los escaparates, toda aquella arrogante hembra, con su traje claro de seda, destellaba chispas: de sus brillantes, de los plateados botones de su esbelto talle, de los hilillos de oro de sus encajes, de las peinetas sepultadas en los rubios bucles de su peinado, de los caireles de su sombrero verde, entre gasas y rizadas plumas. Su andar era fácil, ondulado. Sus pies herían el suelo con todo el peso de la buena moza. Bajo su aspecto delicado, casi aéreo, se adivinaba toda la hermosura.
Torció por la calle de la Montera. Alfredo llegó a la esquina, se paró, y parecía vacilar. Sí; por último, hasta el fin del mundo.