Trágicas y deliciosas, aquellas noches que pasábamos a la vera del brasero, en la choza del primer capataz.
Oíamos con devoción las leyendas macabras de ánimas en pena y de aparecidos en los largos caminos obscuros.
Nuestros padres nos enviaban a la cama a las ocho de la noche; nos despedían con un tierno beso, sobre la frente, y el dulce estribillo maternal de "Dios te vuelva una santita".
Las tres mayores teníamos el dormitorio próximo al de la vieja criada, en cuyas manos estaba depositada todavía confianza de la casa.
Sabina nos había visto nacer. Treinta años antes, fué ella quien llevó a nuestra madre para que recibiera el agua del bautismo, y eso era su mayor timbre de honor. Las llaves de la despensa, del granero y de la bodega, colgaban de su cinto atadas al cordón de Santa Filomena. Las ostentaba orgullosa, como un soldado sus conde-