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La casucha del capataz quedaba tres cuadras de las casas. Se llegaba a ella por una avenida de álamos que separaba a un trigal de un potrerillo de alfalfa.

Ese trayecto lo hacíamos corriendo y saltando, envalentonadas por las risas de Sabina y protegidas por la noche.

Seguras de que mamá no nos vería, aprovechábamos en disfrutar de todo lo prohibido.

Quitándonos las capas, nos echábamos a rodar sobre el trigal, aplastando las espigas y espantando las perdices que allí anidaban. También jugábamos a las escondidas con Leal, que, al sorprendernos, se volvía implacable contra nuestros fundillos.

Eran de ver las cavilaciones de mamá cuando la institutriz le llevaba esa prenda de vestir, pidiendo género para remendarla.

—Pero si estos mamelucos son nuevos, Miss Ketty. ¿Cómo es posible que los rompan