pensado emocionado, y después del Tedeum cayó desvanecido en la poltrona, cerrados los ojos y sintiéndose sofocado por aquella antigua casulla codiciada por los anticuarios, orgullo de la parroquia, y que tantas veces había mirado él siendo seminarista como el colmo de sus ambiciones.
Un penetrante perfume de rosa y almizcle, el ruido de agua agitada, le volvieron á la realidad.
La madrina le lavaba y perfumaba las manos para la recepción final, y toda la compacta masa abalanzábase al altar mayor queriendo ver de cerca al nuevo cura.
La vida de superioridad y respetos comenzaba para él. La señora, á la que había servido tantas veces, besábale las manos con devoción y le llamaba don Vicente, deseándole muchas felicidades después de sus místicas bodas con la Iglesia.
El nuevo cura, á pesar de su estado, no pudo reprimir un sentimiento de orgullo y cerró los ojos como si le desvaneciera el primer homenaje.
Algo áspero y burdo oprimió sus manos. Eran las pobres zarpas del tío Bollo, cubiertas de escamas por el trabajo y la vejez. El cura vio mundadas en lágrimas, contraídas por conmovedora mueca, las cabezas arrugadas y cocidas al sol de sus