la linda pareja que formaban la florista garbosa y avispada y aquel muchachote que con su excesivo crecimiento parecía escaparse por pies y manos del trajecilio negro y angosto, que iba tomando un sacristanesco color de ala de mosca.
El matinal viaje era un baño diario de .fortaleza para el pobre seminarista, que oyendo los buenos consejos de Toneta, tenía ánimos para sufrir las largas clases, aquella inercia contra la que se revelaba su robustez, su sangre hirviente de hijo del campo y las pesadas explicaciones en cuyo laberinto penetraba á cabezadas.
Separábanse en el puente del Real: ella hacia el Mercado en busca de su madre; él á conquistar poco á poco el dominio de las ciencias eclesiásticas, en las cuales tenía la certeza de que jamás llegaría á ser un pro digio. Y apenas terminaba su comida en las alamedas de Serranos, en cualquier banco compartido con las familias de los albañiles que hundían sus cucharas en la humeante cazuela de mediodía, Visantet, insensiblemente, se entraba en la ciudad, no parando hasta el mercadillo de las flores, donde encontraba á Toneta atando los últimos ramos y á su madre ocupada en recontar la calderilla del día.
Tras estos agradables recuerdos que