V. BLAsCo IBÁ&EZ
nes de su imaginación, era la cálida noche con aquel suave ambiente de alcoba cerrada y los ruidos misteriosos del campo que sonaban como besos.
Ellos, allá, en el tibio lecho, rodeados de la discreta obscuridad que había de guardar en profundo secreto los delirios de la mas grata de las iniciaciones; él, solo, inaccesible á toda efusión, planta parásita en un mundo que vive por el amor, sintiendo penetrar hasta su tuétano el eterno frío de aquella cama de célibe.
De allá lejos, de la blanca casita, parecía salir un soplo de fuego que le envolvía, calcinando su carne hasta convertirla en cenizas. Creyó que la vista de aquel nido de amores y la voluptuosa noche eran lo que le excitaba, y huyó de la ventana, moviéndose á ciegas en su lóbrega habitación.
No había calma para él. También en aquella lobreguez la veía, creyendo sentir en su cuello el roce de los turgentes brazos y en sus labios ardorosos aquel fresco beso que le había despertado de su desvanecimiento el día de la primera misa. La com bustión interna seguía, y el sufrimiento ya no era moral, pues la tensión de todo su ser producíale agudos dolores.
jAire! ¡frescura! Y en el silencio de la lóbrega habitación sonó un chapoteo de