de la desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos; los delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía con sus rostros enér gicos, sus ademanes resueltos y su expre sión de pundonor salvaje; los ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa hipócrita; entre unos y otros, cabezas con todos los signos de la locura ó la imbecilidad, criminales instintivos de mirada verdosa y vaga, frente deprimida y labios delgados, fruncidos por cierta expresión de desdén; testas de labriego extremadamente rapadas, con las enormes orejas despegadas del cráneo; peinados aceitosos con los bucles hasta las cejas; enormes mandíbulas, de esas que sólo se encuentran en las especies feroces inferiores al hombre; blusas rotas y zurcidas; pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre los rojos ladrillos.
A aquella hora asomaban en las piezas las galoneadas gorras de los empleados, saludados con el respeto que inspira la autoridad donde impera la fuerza; pasaban los cabos, vergajo al puño, con sus birretes blancos, escasos de tela, como de cocinero de barco pobre, y comenzaban los quinceñeros la limpieza de la casa, la descomunal batalla contra la mugre y la miseria que aquel amontonamiento de robustez inútil