ra, pensando en el tiempo feliz en que tenía por casa toda la ciudad, durmiendo en verano sobre los cuévanos del Mercado y apelotonándose en el invierno en el quicio del respiradero de alguna cuadra.
Castigábanle por torpe. Muchas veces, al cruzar el patio, quedábase mirando aquel sol que se detenía en el borde de los sombríos paredones, sin atreverse nunca á bajar hasta el húmedo suelo; y cuando el vergajo le avivaba el paso, lanzaba entre dientes un ¡mare meJiua! y le parecía ver la paraeta del Mercado, aquella mesilla coja con la calabaza recién salida del horno; tras la cual estaba su madre cambiando ochavos por melosas rebanadas y peleándose por la más leve palabra con todas las de los puestos vecinos que la hacían competencia.
Ya habían pasado muchos años, pero él se acordaba, como si estuviera viéndolo, de aquellos ojos sin pestañas, ribeteados de rojo, horribles para los demás, pero amorosos para él; de aquella mano seca que al acariciarle la cerdosa cabeza manchábala de pringue meloso; de aquella cama en que soñaba abrazado á su madre, y ahora... ahora dormía en una manta que le prestaba por caridad alguno de su pieza; y si en verano se tendía sobre ella, en invier-