mirando á lo alto, como si por el aire fueran á llegar volando los odiados Bandullos. Podía Pepet dormir tranquilo. Aquellos granujas recibirían las tornas... si es que se empeñaban en comérselo todo y no hacer parte á las personas decentes. ¡Lo juraban!
Y al mismo tiempo que los cuchillos de la comitiva trazaban cruces en el cementerio, los Bandullos entraban en el Hospi tal, graves, estirados, solemnes, como diplomáticos en importante misión.
El pequeño sacaba por entre las sábanas su rostro exangüe, tan pálido como el lienzo, y únicamente en su mirada había una chispa de vida al preguntar con mudo gesto á sus hermanos.
Debía saber algo de lo de la noche anterior y quería convencerse.
Sí; era cierto. Se lo aseguraba su hermano mayor, el más sesudo de la familia. El que atacase á los Bandullos tenía pena á la vida. Mientras viviesen todos, cada uno de los hermanos tendría la espalda bien cubierta. ¿No le habían prometido venganza? Pues allí estaba.
Y desliando un trozo de periódico, arro jó sobre las sábanas un muñón asqueroso, cubierto de negros coágulos.
El pequeño lo alcanzó sacando de entre