¡Qué mañanas aquellas! Llegaba cuando la casa estaba en el revoltijo del despertar. Los escribientes en el despacho se soplaban las manos preparándose á agarrar las plumas y ensuciar papel de oficio, la churra por allá dentro levantaba camas, dando furiosas bofetadas á los colchones, y Marieta, de trapillo, con la cabeza espeluznada y una faldilla á media pierna, arañaba los pasillos con la escoba, para dar gusto al papá, que quería una chica muy mujer de su casa.
Y en el comedor encontraba á don Esteban, el terrible escribano, imagen para Nelet de la justicia, que puede pegar y meter en la cárcel, sentado ante humeante chocolate, con las gafas caladas para leer el periódico y murmurando automáticamente al entrar muchacho:
— Hola, chiquillo, ¿cómo está la tía Pascuala?
Pero el terrible pasmarote no tardaba en aislarse en su despacho, para preparar lo que luego había de decir el señor juez sobre el papel sellado, y la casa parecía alegrarse con tal desaparición.
Sonaban risas en aquel ambiente denso de habitaciones cerradas, donde flotaba aún el calor del sueño y el polvo levantado por la limpieza. Los gatos jugueteaban en la