para protestar á gritos, como en aquella tarde que corría tras la tartana suplicando al feroz escribano que no le quitase la chiquita. Por segunda vez le arrebataban su Marieta.
Y después, ¡horror da recordarlo! aquella churra despiadada parecía complacerse en su dolor haciéndole terribles advertencias.
El señor se lo había dicho y ella lo repetía por encontrarlo muy justo y para evitarse reprimendas. Cada cual debía ponerse en su lugar. En adelante nada de tuteos ni de Marietas, y mucho de señorita María, que era el nombre de la única dueña de la casa. ¿Qué dirían las amiguitas al ver á un femater tratando tú por tú á la señorita? Conque ya lo sabía: el hermanazgo había terminado.
Y á Nelet, la silenciosa naturalidad con que Marieta, digo mal, la señorita María, escuchaba todo aquel cúmulo de absurdas recomendaciones, dolíale más que las palabras de la churra.
— Todo lo dicho—continuaba ésta—no era ni remotamente que se pretendiera cerrar al chico las puertas.
Ya sabía que lo consideraban como de casa, y que toda la cocina era para él. Pero cada cual en su sitio, ¿estamos?