¡Ah, pobre Nelet! Decididamente le habían cambiado su Marieta. En aquella adorable muñeca no había nada en que vibrase el recuerdo del pasado. Parecía que en su cabeza, al cubrirse con el peinado de mujer, se habían desvanecido todos los ensueños de poesía campestre.
Tenía el pobre muchacho que contentarse sosteniendo largas conversaciones con la churra en aquella cocina á la que llegaba .el tecleo monótono de la señorita, que estudiaba sus lecciones en el piano del salón. Aquellas escalas incoherentes y pesadas se le metían en el alma, conmoviéndole más que las melodías del órgano en la iglesia de Paiporta.
Y para colmo de sus penas, la criada no sabía hablar más que de don Aureliano, un personaje que preocupaba á Nelet y al que acabó por conocer deteniéndose un día en la puerta del despacho del escribano.
Era un jovencillo pálido, rubio, enclenque, con lentes de oro y ademanes nerviosos; un abogado recién salido de la Universidad, que se preparaba con la práctica para ser habilitado de don Esteban, ansiosa de descanso, y que al fin acabaría por hacerse dueño del despacho.
¡Y que parase ahí! Esto no lo decía el