cha con acompañarle en sus viajes de artista, marchaba á su lado al frente de la procesión, sin miedo á los cohetes y mirando con cierta hostilidad á todas las mujeres.
Cuando La Borracha quedó embarazada, la gente se moría de risa, comprometiéndose con ello la solemnidad de las procesiones.
En medio él, erguido, con expresión triunfante, con la dulzaina hacia arriba como si fuese una descomunal nariz que olía al cielo; á un lado el pillete, haciendo sonar el tamboril, y al opuesto La Borracha, exhibiendo con satisfacción, como un segundo tambor, aquel vientre que se hinchaba cual globo próximo á estallar, que la hacía ir con paso tardo y vacilante y que en su insolente redondez subía escandalosamente el delantero de la falda, dejando al descubierto los hinchados pies bailoteando en viejos zapatos y aquellas piernas negras, secas y sucias como los palillos que movía el tamborilero.
Aquello era un escándalo, una profanación, y los curas de los pueblos sermoneaban al dulzainero:
— Pero ¡gran demonio! Cásate al menos, ya que esa perdida se empeña en no dejarte ni aun en la procesión. Yo me encargaré de arreglaros los papeles.