la mejor de sus ronrisas—. ¿Vienes de arriba? ¿Cómo está el Señor? Cuando le hables dile que estoy arrepentida de mi desobediencia... ¡Tan ricamente que lo pasábamos en el Paraíso!... Dile que trabajamos mucho, y sólo deseamos volver á verle para convencernos de que no nos guarda rencor.
— Se hará como se pide—contestaba el serafín. Y con dos golpes de ala, visto y no visto, se perdía entre las nubes.
Menudeaban los recados de este género, sin que Eva fuese atendida. El Señor permanecía invisible, y según noticias, andaba muy ocupado en el arreglo de sus infinitos dominios, que no lo dejaban un momento de reposo.
Una mañana, un correveidile celeste se detuvo ante la masía:
— Oye, Eva; si esta tarde hace buen tiempo, es posible que el Señor baje á dar una vueltecita. Anoche, hablando con el arcángel Miguel, preguntaba:—¿Qué será de aquellos perdidos?
Eva quedó como anonadada por tanto honor. Llamó á gritos á Adán, que estaba en un bancal vecino doblando, como siempre, el espinazo. ¡La que se armó en la casa! Lo mismo que en víspera de la fiesta del pueblo cuando las mujeres vuelven de Va-