lodía de un coro que se perdía en el infinito, repitiendo con mística monotonía: ¡Hossana! ¡hossana!... Ya echaban pie á tierra, ya venían por el camino con tal resplandor, que parecía que todas las estrellas del cielo habían bajado á pasear por entre los bancales de trigo.
Primero llegó un grupo de arcángeles: el piquete de honor. Envainaron las espadas de fuego, dirigieron unos cuantos chicoleos á Eva, asegurando que por ella no pasaban años y aun estaba de buen ver, y con marcial franqueza se esparcieron después por los campos, subiéndose á las higueras, mientras Adán maldecía por lo bajo, dando por perdida su cosecha.
Después llegó el Señor: las barbas de resplandeciente plata y en la cabeza un triángulo que deslumbraba como el sol. Tras él San Miguel y todos los ministros y altos empleados de la corte celestial.
Acogió el Señor á Adán con una sonrisa bondadosa, y á Eva le dio un golpecito en la barba diciéndola:
— ¡Hola, buena pieza! ¿Ya no eres tan ligera de cascos?
Emocionados por tanta amabilidad, los esposos ofrecieron al Señor una silla de brazos. ¡Que silla, hijos míos! Ancha, cómoda, de algarrobo fuerte y con un asiento