altar mayor, complicada fábrica del siglo XVII, sacando brillo á los dorados ó alegrándoles los mofletes á todo un tropel de angelitos que asomaban entre la hojarasca como chicuelos juguetones.
Por las mañanas, terminada la misa, quedábamos en absoluta soledad. La iglesia era una antigua mezquita de blancas paredes; sobre los altares laterales extendían las viejas arcadas su graciosa curva, y todo el templo respiraba ese ambiente de silencio y frescura que parece envolver á las construcciones árabes. Por el abierto portón veíamos la plaza solitaria mundada de sol; oíamos los gritos de los que se llamaban allá lejos, á través de los campos, rasgando la inquietud de la mañana, y de vez en cuando las gallinas entraban irreverentemente en el templo, paseando ante los altares con grave contoneo, hasta que huían asustadas por nuestros cantos. Hay que advertir que, familiarizados con aquel ambiente, estábamos en el andamio como en un taller, y yo obsequiaba á aquel mundo de santos, vírgenes y ángeles inmóviles y empolvados por los siglos, con todas las romanzas aprendidas en mis noches de paraíso, y tan pronto cantaba á la celeste Aida como repetía los voluptuosos arrullos de Fausto en el jardín.