Patriarca, y todos los nacidos en Valencia la recordamos como se recuerdan los cuentos de miedo oídos en la niñez.
Era cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los barrios tranquilos, soñolientos y como muertos, que rodean la Catedral. La Albufera, inmensa laguna casi confundida con el mar, llegaba hasta las murallas; la huerta era una enmarañada marjal de juncos y cañas que aguardaba en salvaje calma la llegada de los árabes que la cruzasen de acequias grandes y pequeñas, formando la maravillosa red que transmite la sangre de la fecundidad, y donde hoy es el Mercado extendíase el río, amplio, lento, confundiendo y perdiendo su corriente en las aguas muertas y cenagosas.
Las puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas los más de los días, ó se entreabrían tímidamente para chocar con el estrépito de la alarma apenas se movían los vecinos cañaverales. A todas horas había gente en las almenas, pálida de emoción y curiosidad, con el gesto del quedesea contemplar de lejos algo horrible y al mismo tiempo teme verlo.