La religión, viniendo en auxilio de los buenos y recelando las infernales artes del maléfico en esta horrorosa calamidad, quiso entrar en combate con la bestia, y un día el clero, con su obispo á la cabeza, salió por las puertas de Valencia, dirigiéndose valerosamente al río con gran provisión de latines y agua bendita. La muchedumbre contemplaba ansiosa desde las murallas la marcha lenta de la procesión; el resplandor de las bizantinas casullas con sus fajas blancas orladas de negras cruces; el centellear de la mitra de terciopelo rojo con pie dras preciosas y el brillo de los lustrosos cráneos de los sacerdotes.
El monstruo, deslumbrado por este aparato extraordinario, les dejaba aproximarse, pero pasada la primera impresión movió sus cortas patas, abrió la boca como bostezando, y esto bastó para que todos retrocediesen con tanta prudencia como prisa, precaución feliz á la que debieron los valencianos que la fiera no se almorzara medio cabildo.
Se acabó. Todos reconocían la imposibilidad de seguir luchando con tal enemigo. Había que esperar á que el dragón muriese de viejo ó de un hartazgo; mientras tanto, que cada cual se resignara á morir devora do cuando le llegara el turno.