les una garra rugosa que parecía decirle: «jHola, amigo!», y con un zarpazo irresistible se veía arrastrado hasta el fondo del fangoso agujero donde la bestia tenía su comedor.
Al mediodía, cuando el dragón inmóvil en el barro como un tronco escamoso tomaba el sol, los tiradores de arco, apostados entre dos almenas, le largaban certeros saetazos. ¡Tontería! Las flechas rebotaban sobre el caparazón y el monstruo hacía un ligero movimiento, como si en torno de él zumbase un mosquito.
La ciudad se despoblaba rápidamente, y hubiese quedado totalmente abandonada á no ocurrírsele á los jueces sentenciar á muerte á cierto vagabundo, merecedor de horca por delitos que llamaron la atención en una época en que se mataba y robaba sin dar á esto otra importancia que la de naturales desahogos.
El reo, un hombre misterioso, una especie de judío que había recorrido medio mundo y hablaba en idiomas raros, pidió gracia. El se encargaba de matar el dragón á cambio de rescatar su vida. ¿Convenía el trato?...
Los jueces no tuvieron tiempo para deliberar, pues la ciudad les aturdió con su clamoreo. Aceptado, aceptado: la muerte