entierro. Las buenas almas reían como locas ante espectáculo tan grotesco.
Los amigotes de Dimòni marchaban con el ataúd al hombro, dando traspiés que hacían mecerse rudamente la fúnebre caja como un buque viejo y desarbolado. Y detrás de aquellos mendigos iba Dimòni con su inseparable instrumento bajo el sobaco, siempre con aquel aspecto de buey moribundo que acababa de recibir un tremendo golpe en la cerviz.
Los chiquillos gritaban y daban cabriolas ante el ataúd, como si aquello fuese una fiesta, y la gente reía, asegurando que lo del parto era una farsa y que La Borracha había muerto de un hartazgo de aguardiente.
Los lagrimones de Dimòni también hacían reir. ¡Valiente pillo! Aun le duraba el cañamón de la noche anterior y lloraba lágrimas de vino al pensar que ya no tendría una compañera en sus borracheras nocturnas.
Todos le vieron volver del cementerio, donde por compasión habían permitido el entierro de aquella gran perdida, y le vieron también cómo con sus amigotes, incluso el enterrador, se metía en la taberna para agarrar el porrón con las manos sucias de la tierra de las tumbas.