tud, escuchando como angélicas melodías los arañazos de los acordeones.
Y á esta hora de digestión líquida, al cantar el sereno las once y estar los corrillos más animados, era cuando á lo lejos la difusa luz de los faroles marcaba algo que se aproximaba balanceándose, trazando zigzags como una barca sin timón, echando la pesada ancla en cada esquina.
Era el padre de Pepeta, que con la gorra desmayada y el pañuelo de hierbas en una mano volvía de la taberna. Saludaba á la reunión con tres gruñidos, despreciaba las insolencias de la hija, y se hundía por fin en la obscuridad de su casa, maldiciendo á los avaros caseros que, para fastidiar á los pobres, hacen siempre las puertas estrechas.
En aquellas horas de regocijo público, en medio de la calle, acariciados por la expansión de todos los vecinos, se arrullaban el licenciado y Pepeta; él, dulzón y empalagoso, hablándole al oído; ella, grave, estirada y seria, apretando los labios como si estuviera ofendida, porque una chávala que se respete debe poner siempre al novio cara de perro. Los hombres son muy presuntuosos, y si llegan á comprender que una está chiflada por ellos... ya, ya.
Y mientras tanto, la pobre alma en pena