piaba con la cabeza atrás y la dulzaina en alto, como si ésta fuese una gran nariz con la que husmeaba el cielo, y después venían los novios; él con su sombrero a de terciopelo, su capa con mangas que le congestionaban el sudoroso rostro, y por bajo de la cual asomaban los pies con calcetines bordados y alpargatas finas.
¿Y ella? Las mujeres no se cansaban de admirarla. ¡Reina y siñora! Parecía una de Valencia con la mantilla de blonda, el pañolón de Manila que con el largo fleco barría el polvo; la falda de seda hinchada por innumerables zagalejos, el rosario de nácar al puño, un bloque de oro y diamantes como alfiler de pecho y las orejas estiradas y rojas por el peso de aquellas enormes polcas de perlas que tantas veces había ostentado la otra.
Esto sublevaba á los parientes de la difunta.
— ¡Lladre! ¡mes que lladre!—rugían mirando al tío Sentó.
Pero éste se metió en la iglesia con expresión satisfecha, chispeándole los ojuelos bajo las enormes cejas; y tras él desfilaron los padrinos, el alcalde con su ronda, esco peta al hombro, y todos los convidados sudando la gota gorda bajo el peso de las ceremoniosas capas, con grandes pañuelos de