de la bota del rincón, y se sacaron del esiudi las tortadas, los pasteles y las tortas finas.
Corno moscas salieron del corral todos los chicuelos, con el pecho y la cara embadurnados de arroz y grasa, yendo á meterse entre las rodillas de sus madres, sin quitar ojo de los postres tentadores.
Marieta púsose en pie con un plato en la mano, y comenzó á dar vueltas á la mesa. Había que regalar algo á la novia para alfileres; era la costumbre. Y los parientes del novio, á quienes convenía estar en buenas relaciones, dejaban caer sobre el redondel de loza la media onza ó la dobleta fernandina, monedas relucientes y frotadas con anticipación para que perdiesen la negra pátina adquirida en largo encierro.
— ¡Pera agulletes!—decía Marieta con vocecita mimosa.
Y era un gozo ver la lluvia de oro que caía sobre el plato. Todos dieron, hasta el notario, que soltó cinco duros pensando en que ya se la vengaría al presentar la cuenta de honorarios, y el cura, con gesto de dolor, sacó dos pesetas alegando como excusa la pobreza de la Iglesia por culpa del liberalismo. ¡Ah, si mandasen los sujos!...
Marieta, abriendo el amplio bolsillo de