como furia desmedida. Comprendía que yo había nacido para ser una vasta comunidad sedienta de justicia, buscadora de inauditas bienaventuranzas. Mi derrotero iba siempre hacia el azul. Para todo el comprimido río de mis ideas juveniles no hallé mejor salida que el cauce de las sensaciones y las cataratas de las palabras. Mi rebeldía iba coronada de flores. No tenía más compañeros que los que veía dispuestos a las luchas nobles y los buenos combates. Yo creí ver pasar «el gran rebaño». Yo lo soñé una noche cavernosa que evocaba apariciones de muertas humanidades, mientras pensaba, apartado de los hombres como un condor solitario adormecido en la grandeza de las peladas cumbres, con la visión desesperante de una colmena humana miserable que recortábase en la blanca sábana de nieve como un borrón en una página alba. Al fin, hálito cristiano me inspiró en aquella hora y la estrofa que otras veces abofeteara a los oídos, se retorció en un gesto de insultador.
Amé la grandilocuencia, pues sabía que los profetas hablaban en tropos a los pueblos y los poetas y las pitonisas en enigmas a las edades. Buscaba en veces la oscuridad. Me preocupaba a todas horas la interrogación