RUBÉN DARÍO
palacio de lo desconocido. Se acerca^ en su
barca de duelo, un mudo enterrador, como
en el poema de Tennyson. ¿Qué pálida prin-
cesa difunta es conducida a la isla de la
Muerte?... ¿Qué Elena, qué adorable Yolan-
da? ¡Canto suave, en tono menor, canto de
vaga melodía y de desolación profunda! Aca-
so el silencio fuese interrumpido por un
errante sollozo, por un suspiro; acaso una
visión envuelta en un velo como de nieve...
Allí es donde comienza la posesión de Psi-
quis; en esa negrura es donde verás quizás
brotar, pobre soñador, de la obscura larva,
las alas prestig^iosas de Hipsipila. A tu isla
solemne ioh, Boeklin! va la reina Betsabé,
pálida. Va también, con un manto de duelo,
Ja esposa de Mauseolo, que pone cenizas en
el vino. Va Hécuba, y ¡hoirible trance! va
silenciosa, mordiendo su aullido, clavando
sus dedos en los dolorosos, maternales pe-
chos. Va Venus, sobre su concha tirada por
las blancas palomas, por ver si vaga gimien-
do la sombra de Adonis. Va la tropa impe-
rial de las soberbias porfirogénitas, que ama-
ron el amor al mismo tiempo que la muerte.
Va en un esquife divino, con un arcángel por
timonel, la Virgen María, herido el pecho
por los siete puñales.172