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La ilustracion iberica

vió la espalda un poco para oír y ver mejor a quien seguía recordando dulces y melancólicas antigüedades.

–Pero, niña –observó D.ª Eladia, que estaba en todo–, ¿le das los desperdicios?

Elena encogió los hombros, se turbó un tanto, sacó un poco la lengua, se le atragantó algo... y no pudo decir nada.

Comprendo yo, ahora, que estaba avergonzadilla, no de haberme dado desperdicios de flores, sino de habérmelas dado, sin fijarse en lo que hacía, sin poder remediarlo. En fin, siguió atendiendo a mi madre, y no volvió a mirarnos ni a su tía ni a mí en un buen rato. Aunque se tardó, se abandonó al fin la inagotable mina de las memorias familiares. Se llegó a lo presente... y se habló de mí.

Los ojos y el gesto que pondría Desdémona cuando a su padre, delante de ella, le contaba Otelo sus hazañas y aventuras, debían de parecerse a los de mi morena, que oía de labios de mi madre, discreta y moderada, la mal disimulada apología, la historia fiel de mis empecatados triunfos universitarios, académicos y periodísticos. D.ª Paz, que, después de la preocupación aristocrática, mejor se diría señoril, tenía la literaria, a su manera, daba gran valor a mi procacidad, y no ocultó la admiración que de antiguo me consagraba.

Con cierto orgullo, por la antigua amistad de nuestras familias, había ella ensalzado en todas partes mis talentos, y ahora, al tenerme tan cerca, no disimulaba el placer de estrechar fuertes lazos casi de parentesco con el futuro prodigio.

Hasta barruntó el probable desarrollo de mis extraordinarias facultades por el tamaño de mi cráneo, que en su opinión era excesivo; pormenor que me disgustó un poco y me hizo reparar que Emilia y Elena, sin pensar en contenerse, me miraron a la cabeza. En una y otra mirada notó mi vanidad satisfecha que las chicas no encontraban disforme el cajón de hueso en que su tía quería meter tanta sabiduría del porvenir.

Y, valga la verdad, aquella especie de examen rápido, instintivo, a que me vi sujeto de repente, despertó en mí la coquetería masculina, tan semejante a la femenina, y en las hermanas despertó mi coquetería un asomo de rivalidad inconsciente, sobre todo inconsciente por parte de Elena.

Emilia se puso en pie y propuso que los jóvenes bajáramos a la huerta.

En una novela acaso no parecería bien que yo dijese que la señorita mayor de Pombal, bien educada y de fijo pura, en cierto modo inocente, al pasar por una puerta de la solana, para descender al jardín, tropezó conmigo a sabiendas, con toda intención, y me miró con ojos de fuego... y de ave de rapiña, para estudiar en mi rostro la impresión del rápido pero intenso contacto de su busto con mi cuerpo. Pero de estas cosas se ven en el mundo; y así fue, como lo digo.

Clarín

(Continuará)