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La ilustracion iberica

con mis aficiones a las modistas de Madrid, persiguiendo una tarde a una chalequera, más lleno de lascivia que impregnado de ideal, me paró de repente una vibración sonora, triste, solemne: era la campanilla del Viático.

Como si fuera electricidad que había desaparecido por el suelo, sentí que la lujuria se me caía cuerpo abajo, huía al infierno evaporada. Fui otro hombre de repente: me acordé del que agonizaba acaso, y tuve remordimiento de mi juventud sana y vigorosa. Pues, aunque por causa muy diferente, análogo efecto me produjo, la tarde de mi cuento, el olor del azahar mezclado al del jazmín. Al penetrar bajo aquella bóveda verde y olorosa se disipó como un soplo mi embriaguez de voluptuosidad carnal, desapareció todo el atractivo de las formas exuberantes de Emilia, dejé de sentirme provocado por sus ojos y sus sonrisas, y se me llenó el alma de una dulcísima tristeza como mística, me latieron en el corazón reminiscencias de la infancia, muy lejanas, borrosas, pero de una intensidad inefable. El olor mezclado de azahar y jazmín se juntaba, se mezclaba también a las reminiscencias. En aquel momento, sobre los árboles que coronaban la colina de enfrente, apareció el globo inflamado, rojo, muy grande, de la luna llena. Otro recuerdo extraño, inexplicable, pero el más elocuente, el más fuerte...

–¡La luna del Pombal! –dijo una dulcísima voz de niña cerca de mí. Hablaba Elena, algo triste, consigo misma. ¡La luna del Pombal!

También aquellas palabras eran una reminiscencia: yo había oído aquello, o algo muy semejante, allá, en días lejanos. Estaba seguro de que por mi primera infancia había sido un espectáculo solemne, augusto, alguna vez, una sola acaso, aquella luna roja, tan grande, subiendo por el cielo; y estaba seguro de que aquello alguien a mi oído lo había llamado la luna de... de algo que acababa en al también. ¿Del Pombal?

No sabía. Yo, ni recordando, mejor diría queriendo recordar, entré imaginando y despertando reminiscencias moribundas, dispersas, y creí verme en brazos de alguno, de un hombre robusto, de mi padre acaso; y vi más en no sé qué abismos del recuerdo, de esos que en las crisis nerviosas, y probablemente a la hora de la muerte, mandan imágenes, fantasmas del pasado remoto, a la superficie del pensamiento: vi el reflejo de aquella luna roja sobre un rostro olvidado ya, que acercaban al mío el rostro de otro niño que debía de ir en otros brazos.

–¡La luna del Pombal! –repitió Elena. La miré entonces. ¡Oh amor del alma mío! ¡Cómo la vi! ¡Cómo la vi, Dios mío! ¡La huérfana de una cuna, la niña sin madre y sin arrullos! Parecía más niña que a luz del sol poco antes, y parecía más mujer. Porque estaba más seria, porque sus ojos expresaban dolorosa poesía, parecía más mujer. Parecía más niña por el gesto, por el matiz de sus pómulos infantiles acentuados, por la tirantez de ciertas líneas. Yo no soy pintor, no puedo pintar lo que vi en ella: estaba allí la santa seriedad de lo pueril, el dolor infinito, irremediable, de las caricias perdidas desde la cuna.

Con la voz temblona, sin pensar en que estaba allí Emilia, pregunté, serio también, con un timbre que desconocí yo mismo:

–¿Por qué repite V. eso? ¿Qué tiene esta luna?

–¡La luna del Pombal! Es mi sueño, de allá lejos.

Clarín

(Se continuará)